UN CRUCE DE CAMINOS LLAMADO “BOGOTAZO”

Por Mariano Cabral (*)



Al promediar el siglo XX, una corriente de nacionalismo popular recorría Latinoamérica. Con antecedentes en el primer varguismo en Brasil (1930) y el gobierno de Lázaro Cárdenas en México (1934-1940), así como movimientos nacionalistas en Nicaragua, Cuba, El Salvador, Ecuador, Chile y Bolivia. Hacia 1945, los gobiernos de Juan José Arévalo (y luego Jacobo Árbenz) en Guatemala y de Juan Domingo Perón en Argentina, emergen como las expresiones más acabadas de ese nacionalismo popular que llevó adelante políticas anti imperialistas, de justicia social y de búsqueda de la integración continental. Gran Bretaña declinaba su poder en América, y emergía victorioso el “cazador de soberanías”, los Estados Unidos. La norteamericana United Fruit Company ejercía su dominio económico y político en América Central, así como en Ecuador y Colombia. Precisamente, es en este último país donde va a emerger la figura de Jorge Eliécer Gaitán: un abogado vinculado al Partido Liberal, que comenzó a cosechar fama pública a partir de 1928, cuando asumió la defensa de los trabajadores de las plantaciones bananeras que la compañía norteamericana había masacrado y encarcelado, después de una dura huelga.

Gaitán denunció el estado de injusticia social que se vivía en el país y la venalidad del sistema político. Dueño de una prédica encendida y sistemática, fue nucleando alrededor suyo un movimiento político que él mismo calificaba de “doctrinario y no personalista”. Diputado Nacional, miembro de la Corte Suprema de Justicia, Alcalde de Bogotá, Senador Nacional y Ministro de Trabajo, son algunos de los cargos públicos que fueron jalonando su ascenso político. En ese trayecto pasó de armar un movimiento propio, “paralelo” al Partido Liberal, a erigirse en jefe único de dicho partido en 1946. Mientras la popularidad de Gaitán crecía, aumentaban también sus enemigos, que no eran sólo los conservadores, sino también aquellos sectores del propio liberalismo que veían peligrar su posición en el sistema político, pero sobre todo ciertos intereses foráneos que no le perdonaban su actuación en el año 28 y que no dudaban de que su ascenso consolidaría el proceso continental de revoluciones nacionalistas populares.

A comienzos de 1948 la popularidad de Gaitán era inmensa. Sus discursos convocaban multitudes en las calles y sus seguidores habían asumido una identidad y hasta una liturgia propia. El gobierno conservador se debilitaba, y la figura de Gaitán emergía como la de un oponente imbatible que tarde o temprano se haría con el poder político del país, iniciando un proceso democrático, emancipador y de justicia social. Pero lo que parecía una marcha triunfal hacia un gobierno democrático y popular, de pronto se convirtió en la mayor tragedia de la historia moderna de Colombia.Era el mediodía del 9 de abril de 1948 y Jorge Eliécer Gaitán salía con sus más estrechos colaboradores del edificio donde estaba su despacho. Ahí nomás, ni bien da el segundo paso en la vereda, lo encara un hombre que camina en sentido contrario, saca un revólver de la cintura y le dispara cuatro tiros, de los cuales tres impactan en su cuerpo. Inmediatamente, mientras los que están con Gaitán lo llevan al hospital donde no tardaría en morir, las personas que pasaban por la calle y habían sido testigos del crimen persiguen al homicida hasta darle alcance cuando intenta parapetarseº en un comercio. Lo matan a golpes y arrastran su cuerpo por varias cuadras hasta depositarlo en las escalinatas del Capitolio Nacional. Mientras tanto, la ciudad de Bogotá se convertía en un pandemonium. Una voz corrió cuadra por cuadra. “¡Mataron a Gaitán!”, y la indignación y la impotencia popular se volvieron rebeldía y furia. Durante una semana la ciudad estaría dominada por protestas en todos los barrios, barricadas callejeras y enfrentamientos con la policía. Este hecho se conoce como el “Bogotazo”, reacción espontánea de un pueblo al que se lo dejaba, de pronto, sin la representación política que acababa de encontrar, y sobre la cual tenía fundadas esperanzas.

Cerradas las puertas de la vía democrática del país, el asesinato de Gaitán inaugura un proceso de 60 años de guerra civil. Hasta nuestros días no se sabe con certeza quién o quiénes fueron los instigadores del crimen. Tantos y tan poderosos son los sectores que se beneficiaron con su muerte. La misma CIA todavía no desclasificó los documentos referidos a este acontecimiento, consolidando las sospechas de que estuvo involucrada en él.

Ese 9 de abril de 1948, la agenda de Gaitán preveía, por la tarde, una reunión con un grupo de estudiantes latinoamericanos, entre los que se encontraba un tal Fidel Castro Ruz. ¿Casualidad o destino?

Para que haya quienes piensen que fue azar, y sean millones los testigos del sutil hilo con que los pueblos tejen su historia.

La pregunta es tan obvia que da pudor formularla. Para intentar comprender qué hacía el joven Castro (22 años por entonces) en aquél lugar y en esa situación, no alcanzará con reconstruir su rastro personal. Apenas rascamos un poquito nos encontramos frente a uno de los acontecimientos más emblemáticos de la historia de Nuestra América. Su génesis está en el fin de la guerra mundial (1945) y en el fortalecimiento de los movimientos “del Tercer Mundo”, mientras los EEUU estaban ocupados en colonizar Europa y Japón. Tenían otras prioridades, pero tampoco nos sacaban el ojo de encima. Apenas un poco el pie. Pero esta historia no empieza en 1945, sino en 1892, cuando José Martí funda el Partido Revolucionario Cubano.

En él logró reunir los fragmentos de la lucha anticolonial en el Caribe, bajo un programa antiimperialista y de justicia social. En 1895, Martí murió en una de las primeras batallas de la guerra de independencia de las colonias españolas del Caribe, que concluiría en 1898. La guerra, que enfrentó a una fuerza de portorriqueños y cubanos con el Ejército y la Marina de España, fue prolongada y cruenta.

Los revolucionarios antillanos, traicionados o abandonados una y otra vez por los republicanos peninsulares, se lanzan con coraje a conquistar su independencia y fundar la Patria que sus necesidades se merecen.

Pero cuando la guerra estaba prácticamente decidida, el gobierno de EEUU consideró contrario a sus intereses que la extinción del imperio colonial español diera nacimiento a nuevos estados soberanos en ese mar, que sentía propio. La resolución fue casi un trámite. La “cazadora de soberanías” le declaró la guerra a España, y tras una veloz guerra naval para la que la Armada de los languidecientes borbones (por lo menos en aquel entonces, después les dieron una manita) estaba mal preparada. EEUU se apoderó de las Filipinas, puerta al Asia, y de las dos colonias que quedaban del viejo imperio castellano en América. El Ejército Libertador controlaba el interior de Cuba, pero la flota norteamericana, ahora establecida en La Habana y Santiago, era un enemigo mucho más potente y peligroso que las fuerzas coloniales españolas. Apoyados en esta poderosa fuerza, los yankees aislaron al gobierno revolucionario e impusieron un protectorado sobre la isla. Los portorriqueños corrieron peor suerte aun, ya que fueron prácticamente anexados por el joven imperio. El Partido Revolucionario Cubano se disolvió y su ideario declinó, pero no era su fin.

En la Cuba pretorial de la primera mitad del siglo XX la política era intensa, aunque decorativa. Las decisiones elementales ya estaban tomadas muy lejos de La Habana y, como es común en las semicolonias felices, la venalidad era una característica cotidiana de esa política. La condición de los campesinos y los trabajadores había empeorado como a cada rato en el último siglo. El ideario martiano fue retomado en la década del 20 por el intenso movimiento estudiantil reformista, fuertemente marcado por el antiimperialismo, y cuya labor acabó en la fundación de la Universidad Popular José Martí, una articulación institucional creada por los estudiantes, dentro de la Universidad de La Habana, que procuraba acercar la academia al naciente movimiento sindical cubano. Por su parte, en 1934 y tras presidir un efímero gobierno en el que dictó medidas orientadas a la defensa de la soberanía nacional y la instalación de la justicia social, Ramón Grau San Martín fundó el Partido Revolucionario de Cuba (Auténtico), recuperando muchas de las banderas martianas.

Pero, hijo de aquella misma política semicolonial que repudiaba, este partido no escapó a la descomposición moral en que caía el país. Una década después, su inminente triunfo ya no representaba un problema para el orden imperante en la isla. Un destacado miembro de sus filas, Eduardo Chibás, asqueado del servilismo y la corrupción de sus propios compañeros “auténticos” fundará, en 1947, el Partido del Pueblo Cubano, más conocido como Partido Ortodoxo, contando entre sus filas trabajadores rurales y urbanos y amplios sectores de clases medias. Chibás era un orador extraordinario y gran polemista; suscitó un rápido movimiento de masas que su partido encolumnó bajo las consignas de honestidad política y antiimperialismo. Inspirado por hechos e ideas que resonaban fuerte en toda América por aquellos años, proclamó un elemental programa de independencia económica, libertad política y justicia social.

No había ninguna casualidad en que las consignas de Chibás fueran las mismas que agitaba desde el extremo sur del continente Juan Domingo Perón. El presidente argentino además impulsaba la Tercera Posición como estrategia antiimperialista mundial, sosteniendo una política soberana equidistante de “ambos imperialismos” (el norteamericano y el soviético). El mundo asistía al nacimiento de la “bipolaridad”, y las nuevas potencias hegemónicas lo iban moldeando institucionalmente a través de las Naciones al Congreso que se organizaría y se realizaría, prácticamente de inmediato, en la ciudad de Bogotá, Colombia, donde el 30 de marzo de 1948 iniciaría sus sesiones la IX Conferencia Panamericana, cuya resolución final aprobaría la Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA). Perón decidió generar un hecho latinoamericano, allí donde se iba a consagrar la hegemonía continental de los EEUU. Antonio Cafiero y otros destacados miembros de la juventud del movimiento peronista recorrieron rápidamente el continente en busca de apoyos. El Congreso de Estudiantes Latinoamericanos se inauguraría a mediados de abril. A principios de ese mes, varias delegaciones ya estaban en Bogotá para iniciar los preparativos. La delegación cubana, promotora del encuentro y muy activa en su organización, contaba con lúcidos representantes, entre los cuales se destacaba el ortodoxo Fidel Castro, definido por entonces como un militante “intensivo”.

En Colombia el clima político era tenso, y el gobierno le había prohibido al líder popular y Jefe Único del Partido Liberal, Jorge Eliécer Gaitán, la concurrencia a la Conferencia Panamericana. En las antípodas del proyecto “panamericanista”, el gobierno argentino le solicitó al Tribuno de la Plebe colombiano que se acerque a los muchachos que organizaban el Congreso de Estudiantes. Sería para ellos un buen espaldarazo. Para la tarde del 9 de abril de 1948, Gaitán tenía señalada en su agenda esta reunión.

No llegaría nunca. Lo matan al mediodía y en minutos la ciudad es una caldera que no para de estallar. Castro y sus compañeros se habían mezclado con el pueblo colombiano y el caos imperante hacía imposible, y hasta absurdo realizar el Congreso de Estudiantes Latinoamericanos. Cuando la policía comenzó a estar detrás de un grupo de jóvenes extranjeros que se movían entre los manifestantes, todos los comprometidos fueron sacados del país por gestiones de la embajada argentina.

Sesenta años después de estos acontecimientos, fue revelado que por aquellos días los servicios de inteligencia norteamericanos advertían sobre la presencia en Bogotá de un “joven agitador peronista” de origen cubano. El periodista argentino Rogelio García Lupo (1931-2016), quien participó en Cuba, en los años 60, de la creación de Prensa Latina junto a Jorge Masetti y Rodolfo Walsh (los tres más grandes periodistas argentinos vinculados a la izquierda marxista, y los tres alumbrados a la política en la Alianza Libertadora Nacionalista), García Lupo, veníamos diciendo, que investigó arduamente los archivos de la CIA, no tenía dudas de que ese “agitador” no era otro que Fidel Castro. Fue cuando se cruzaron los caminos de tres de los más grandes líderes de Nuestra América, y nada fue casual.

(*) Mariano Cabral es un compañero que tengo el honor de conocer, es un enorme conocedor y divulgador de la Historia y Pensamiento Latinoamericano (el mas sabio que yo conozca personalmente). Mariano realiza cursos, para quien se interese, puede contactarse a historiaypensamiento.cursos@gmail.com 



                                                       

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